jueves, 2 de septiembre de 2010

Contra la interpretación


La maldición que la filología moderna ha significado para los textos sagrados puede, durante un tiempo más, seguir ofuscando a los espíritus más sensibles, pero hay que ser pacientes y comprender que el diablo termina devorándose su propia cola.
Jamás podríamos imaginarnos a Lao zi leyendo afanoso un manual que le facilitara los ideogramas más originales para su libro de ocasión (no otra cosa que un libro donde dejar últimas palabras fue el Dao dejing para su autor), ni a Pablo perfeccionando su áspero griego koiné mediante el estudio del oscuro poema de Parménides. Detenerse a meditar que la doctrina joánica del Logos en realidad proviene del logos pagano de Filón (y que posteriormente serviría de soporte a la religión pagana de Plotino) es detenerse en detalles inútiles, sin sentido, cuando lo que pide un texto sagrado es meditarlo con el espíritu.
Este peligroso virus exegético-filológico comenzó con los primeros Padres griegos y se desarrolló hasta la exasperación en la época de la escolástica y la teología rimbombante de Santo Tomas de Aquino, más preocupado en catalogar el cosmos bíblico que en revelar los misterios de la Escritura.
Los textos sagrados admiten una sóla lectura válida: la meditación, el respeto y la sumisión devota. Por su parte, que Occidente sienta incomodidad ante la quietud y la meditación es cosa bien conocida por todo hombre culto.
Habría que reconsiderar la sola autoridad de la Escritura y controlar la tala indiscriminada de árboles; esos pobres corderos que satisfacen la promiscuidad expansiva de las editoriales y el complejo de inferioridad de la erudición académica.