domingo, 22 de febrero de 2015

Karl Barth, Mozart, y una aporía evangélica




I
Conocida es la categórica sentencia sobre la que Karl Barth edificará los cimientos de ese gran rascacielos teológico que es la Kirchliche Dogmatik: “la religión es incredulidad. La religión es por excelencia el hecho del hombre sin Dios”. Sostenido sobre esta pétrea base de crítica hacia todo espectro religioso- sea o no cristiano-, refutado todo intento humano de explicar genuinamente ese incógnito significante llamado Dios, Barth construirá la que tal vez sea la cristología más irracional y maravillosa, parafraseando a Von Balthasar, que la teología post paulina haya conocido. Decimos irracional porque para Barth ninguna exposición humana es válida para encontrarse con Dios. Calificamos de maravillosa su cristología porque es Cristo, su expiación, su prédica, su promesa y su ascensión de lo único que habla esa catedral de la teología. Cuando hablamos de la cristología barthiana es claro que nos referimos sola y exclusivamente a la “revelación”, esa estrella de la mañana que rompe con toda la tiniebla y las falacias del mundo terrenal:

A la luz de la revelación no hay religión que no sea desenmascarada como lo contrario de la revelación misma, es decir, como incredulidad.

La revelación es el sí de Dios ante el no que los hombres construimos una y otra vez de modo religioso, intentando justificarnos ante el Creador. El juicio de Barth es irracional porque lo que hemos inteligido sobre Dios no es más que palabrería humana, que en nada reduce o magnifica el aserto divino. El hombre está tan alejado de Dios y es tal el grado de su alienación que parece que una y otra vez- ayer y siempre- vuelve a desobedecer y cae en la lujuria del fruto del árbol del bien y del mal. Este juicio irracional sobre todo presupuesto racional es tan atronador como maravilloso, porque, a pesar del hombre y sus circunstancias, el mundo no está perdido. Y allí, en esa pujante dialéctica entre el caos y el orden, entre la tiniebla humana y la luz divina, emerge el clima de la Gracia de Jesucristo. Nada sino él y su misericordia graciosa puede darnos luz, justificación y fe. Es en este plano meta ontológico donde acontece la verdadera religión cristiana. No por el ejercicio temeroso de las buenas obras, ni por la edificación de templos, obras de arte o escrituras piadosas. Sólo la revelación de Jesucristo y ninguna otra circunstancia puede devolvernos al origen y la conciliación:

La revelación es, en tanto que automanifestación de Dios, el acto mediante el cual el hombre, de gracia y por gracia, es reconciliado con Dios.

La aparición en 1919 del Römerbrief significó una nueva era para el mundo de la teología, marcada por un cristocentrismo que ni la escolástica ni el protestantismo liberal del siglo XIX habían conocido. Eran tan radicales las conclusiones de Barth- rayanas en el fundamentalismo- las conclusiones que Barth había extraído de la carta paulina, que ni católicos, ni luteranos, ni reformados pudieron obviar este contundente juicio teológico que un cristiano elevaba al mundo cristiano de la época, al catolicismo tomista y al protestantismo liberal.
El joven Barth supo encontrar en Kierkegaard, y su conflagración total contra el mundo moderno, un terreno desde donde pudiera hacer pie su duro veredicto espiritual. En el Römerbrief abundan las citas al escritor dinamarqués, y es junto a Lutero, Calvino, Pascal y Dostoievsky, la principal fuente desde donde abreva la sed de juicio y de verdad que inunda todo el comentario a la carta del apóstol Pablo. Deberíamos entonces leer este libro inicial de Barth y la crítica a la religión que se extiende hasta el segundo tomo de la Dogmática bajo el influjo de la teología crítica kierkegaardiana. La conclusión de Barth en la que la religión es vista sólo como incredulidad y autoconmisceración humana ante el vacío insondable que se extiende entre los hombres y el Deus absconditus, es una conclusión a la que Kierkegaard había llegado ochenta años antes, mediante su distinción entre cristiandad (las habladurías y las componendas que traen aparejadas los cómodos 1800 años de iglesia cristiana) y cristianismo (una vuelta decisiva a los ideales de la iglesia primitiva, contemporánea de Cristo en su sufrimiento y en su verdad). Según Kierkegaard, la única salida posible y forzosa ante esta religión falsificada en la historia, se puede dar  por medio del decisivo salto desde la historia eclesiástica- acomodaticia, triunfalista y hegeliana- hacia el instante de la interioridad subjetiva; sólo el den enkelte- el único y singular frente a la masa pagana- puede, gracias a la extemporaneidad de su salto, volver a poner los pasos sobre las huellas de Cristo y desde allí regresar al cristianismo en toda su entereza.
Este radicalismo subjetivista kierkegaardiano es el complemento teo filosófico de la crítica teológica del joven Barth. En él, la revelación, que destruye el velo de maia de la religión, ocurre sólo gracias a la excepción hecha por Cristo. Podríamos entonces entender esta unívoca revelación, frente al conglomerado de religiones paganas, como una lectura que el Barth paulino hace de la subjetividad kierkegaardiana, encumbrándose ante la multitud pagana de las iglesias. En ambos casos- tanto la revelación barthiana que elige el solitario y maravilloso camino de la revelación cristológica, como el salto del instante hacia única subjetividad en Kierkegaard- un solo elemento es el que destaca de entre todos los demás: el decisionismo de la elección.

II
Con el desarrollo programático y progresivo de la Kirchliche Dogmatik, Karl Barth se enfrentará a una encrucijada. Seguir los pasos de la crítica radical de Kierkegaard o amoldarse a un sistema dentro de un marco dogmático. Es sabido que el camino kierkegaardiano conduce a un callejón sin salida para cualquier sistema progresivo: la ascética y el aislamiento hacia la interioridad. Después de su juicio ya no es posible ni una teología, ni una comunidad que no caiga en el delirio de la masa, ni mucho menos una dogmática eclesiástica. Barth conocía esta cuerda tensa de la teología crítica de Kierkegaard y comprendía que él mismo como teólogo kierkegaardiano había llegado al cierre de un ciclo hermenéutico y metodológico. El alejamiento de la exégesis kierkegaardiana no podría haber caído sino en manos enemigas. A partir de los años 30, Barth se propone culminar su labor mediante la construcción de un nuevo sistema escolástico. No con otros fines surge la Dogmática. Y para edificar “positivamente” un sistema teológico dogmático no puede contar sino con el más exacto adversario del irracionalismo kierkegaardiano: la celebración hegeliana de la historia. Para Barth esto significará hacer un giro metodológico de 180° desde la anulación de la visión teológica del mundo a partir de la radical interioridad kierkegaardiana hacia una exteriorización triunfalista de la historia eclesiástica cristiana[1].
En un célebre escrito, Jacob Taubes afirmaba que el Barth de la Dogmática es filosóficamente hegeliano, escindiéndose su teología en un antes (autor del Römerbrief) y en un después (el autor de la Dogmática). Si el primer Barth hereda de Kierkegaard el juicio fundamentalista hacia toda forma anquilosada, burguesa e institucional del cristianismo, lo que caracterizará al segundo Barth es la toma de posición ante un “triunfo” de la dialéctica optimista hegeliana. El irracionalismo de la juventud es sustituido por la racionalidad adulta donde los opuestos- religión y revelación- que antes colisionaban, ahora se reconcilian y son integrados dialécticamente en una positiva dogmática final. A fin de cuentas, el giro barthiano expone sistemáticamente la victoria de la Historia del Espíritu Absoluto (los dogmas de la Iglesia) por sobre el espíritu entendido desde una individualidad cristológica: la victoria de la historia sobre el espíritu. La construcción de la catedral barthiana perderá su estilo gótico para adquirir un estilo racionalista. El edificio de su Dogmática- que en los primeros volúmenes guardará el calor del fuego primitivo de la crítica a la religión, superada en la dialéctica por la sola revelación- a medida que evoluciona y gana altura supondrá una exaltación de la verdadera religión y de la comunidad de los santos. No es descabellado afirmar que si el primer Barth es metodológicamente calvinista y kierkegaardiano, el autor de la Dogmática estará más cerca del clima conciliar de la época y de un hegelianismo institucionalizante. Es cierto que lo que la teología de Barth pierde de irracional y crítica lo gana en diálogo y apertura dialéctica. Esta teología nunca dejará de ser una apuesta “total-totalitaria” en aras del cristocentrismo, pero a medida que su obra se va cerrando, su concepción de una dogmática eclesial nos remite subrepticiamente a la idea de institucionalización que tan caro le costó a Hegel entre sus discípulos. La Dogmática es el último esfuerzo de la teología moderna por establecer un orden político-institucional-religioso que defina a la iglesia como el único lugar donde acontece la revelación, y donde los pecadores son justificados por la gracia divina.
El móvil de semejante empresa guarda curiosas afinidades con el proyecto institucional que la iglesia de Roma ha establecido desde la época de Constantino, y ha afianzado con la contrarreforma, la autoridad espiritual del sumo pontífice y la infalibilidad papal afirmada en el Concilio Vaticano I. No obstante lo dicho, sería inapropiado hablar de un Barth católico, cuando su teología colisiona contra el dogma romano de la analogia entis y la teología natural, verdadero invento del anticristo, según sus palabras A pesar de la apuesta barthiana por la sola revelación, su pretensión de informar una “dogmática” entre las múltiples denominaciones evangélicas tiene evidentes correspondencias con el romanismo político[2]. Es claro que lo que diferencia a la iglesia católica de las iglesias evangélicas reformadas es la pretensión de la primera de autodefinirse como la única autoridad religiosa formal y de emitir juicios valorativos sobre todas las disciplinas del área humana. La concordia discors es, desde la época de los reformadores, el modus operandi para que en la iglesia cristiana puedan existir diferentes posturas dogmáticas y no una sola “santa y universal”. La “realidad pública” de una dogmática por sobre las demás nos deja pensando si en la madurez de su obra, Karl Barth intentó buscar puntos de conexión entre el catolicismo romano- que tanto rechazo le provocó en su juventud- y la iglesia protestante[3].

III
Muy a pesar del espíritu escolástico que la Dogmática de Barth va adquiriendo, conforme su suceden los volúmenes y las miles de páginas, no deja de generar estupor la apoteosis a Mozart con que Barth abre el capítulo consagrado al caos. El mismo teólogo que anteriormente repudiaba todo intento humano de asimilarse a Dios, el que-como el seudo Dionisio y la corriente apofática- negaba todo predicado que pudiese abarcar siquiera mínimamente la idea de Dios y de sus atributos, el mismo joven teólogo que, bajo el influjo del fuego kierkegaardiano, rechazaba toda religiosidad y moral burguesa, el que negaba cualquier posibilidad de teologizar la historia o el arte, como sí lo hacen los "paganos religiosos" con su analogia entis, es el que escribe este panegírico de teología natural mozartiana[4]:

Mozart tenía la paz de Dios, la cual está por encima de la razón (…) Había escuchado algo, y hasta el día de hoy hace escuchar- a quienes tienen oídos para escuchar- lo que al final de los tiempos veremos: la síntesis de las cosas en su ordenación final. Es como si a partir de este fin él hubiera escuchado el unísono de la creación (…) Mozart hace audible que la creación alaba a su Señor y que por eso ella es perfecta (…) Mozart pertenece a la teología. Frente al problema del mal y de la nada, la obra de Mozart prepara caminos mucho mejor que cualquier argumentación científica.

¿Cómo no asombrarse ante estas palabras que suenan más al acorde al conjunto de la obra de un Von Balthasar o a teólogos protestantes de claro corte ecuménico como Emil Brunner u Oscar Cullmann? Por otra parte ¿Por qué Mozart, el católico, el teatral genio de Salzburgo, el sinfónico vienés, y no el austero Bach- el autor de los corales y cantatas más hermosas que haya dado la música evangélica- siquiera para justificar nominalmente como evangélico el rapto de teología natural con que acomete Barth en estas palabras? Si en su teología anteriormente lo alto y lo bajo no se correspondían salvo por la sola gratia de Jesucristo, parece que el maduro Barth debió caer en la mediación hegeliana y en la aporía que conlleva todo discurso de teología negativa apofática, un verdadero callejón sin salida para el discurso argumentativo.
Es sabido que el seudo Dionisio, para descalificar toda posibilidad predicativa de los atributos de Dios, se halló en la necesidad de dilapidar barrocamente todos sus recursos y estirar al máximo de sus capacidades la lengua griega. Referirnos a Dios después de su teología mística debería ser tan sólo asunto de neologistas y extáticos. Karl Barth, para no recurrir al mismo desgaste retórico, eleva al plano divino, como si fuera una extensión del brazo perfecto de Dios, la obra de Mozart, uno de los músicos más “creacionistas” y seculares que ha dado la música europea. Ejemplos de obras divinas, en el sentido litúrgico y matemático de la música, pueden ser el de Häendel, Bach o Pachelbel, no el de Mozart, quien según Kierkegaard, poseía el espíritu del genio demónico visual y concupiscente del don juan[5].
A propósito del arte visual de Mozart, dice Glenn Gould, uno de los mejores intérpretes al piano de su opuesto, Bach:

[Mozart, a los 18 años] descubrió que poseía un don teatral que aplicó hasta la saciedad, no sólo en las óperas sino también en las obras instrumentales, y eso es algo que, a la vista del hedonismo más bien frívolo que empapa todo el teatro del siglo XVIII, no me interesa en lo más mínimo [está hablando como intrérprete] (…) Mozart alcanzó una cierta fama gracias a su habilidad como dramaturgo[6].

Kierkegaard sabía que el pecado y la concupiscencia entran por la pasión teatral del objeto visual, no por el oído, que es ciego y objetivo a las representaciones, como bien advirtió Schopenhauer en su defensa de la música. El oído es el órgano del cuerpo por el que se oye el llamado de Dios y se escucha la revelación, que es Logos, no imagen. En este intento de hablar musicalmente no desde el gusto o la pasión, que es lo que poseyó a Barth mientras escribía su Dogmática, el arte de Bach es de una rigurosidad exclusivamente auditiva que poco espacio deja a los fantasmas de la visión y la teatralidad. No lo mismo, claro está, podríamos decir de Mozart y su libretista Lorenzo Da Ponte, quienes a la postre, utilizaron sus recursos teatreros de seducción para cometer todo tipo de libertinajes. Volvemos entonces a la pregunta ¿Por qué Mozart y no Bach? La teatralidad mozartiana bien se amolda a los esquemas de la teodramática católica y a su obsesión ocular, pletórica en imágenes tridimensionales, no a una supuesta eclesiología evangélica e iconoclasta.
Dicho esto, podemos comprender la doble aporía mozartiana que desvía el aparente espíritu protestante de su autor: 1) recurrir al encomio panteísta que se da en los ámbitos de la teología natural y la analogia entis, como hacen los escritores católicos, cuando alaban el orden perfecto de la creación, y 2) apelar al arte mozartiano como “teodicea”, el absoluto opuesto del arte protestante mesurado de las cantatas de Bach[7].

IV
La anterior pregunta sobre  por qué Mozart puede funcionar como modelo teológico y no Bach nos podría conducir a otra pregunta análoga: ¿Por qué Bach- modelo propuesto por nosotros- y no cualquier otro compositor protestante? Cuestión que inevitablemente nos conduce esta vez sí al núcleo del problema: ¿Existe una estética protestante?
La aporía barthiana, que es la justificación teológica de la música “sobrenatural” de Mozart provoca no sólo un cataclismo de teología natural al interior de una dogmática protestante, y una analogía con el mundo en el marco de una teología que desde sus orígenes impugnó la naturaleza demoníaca del mundo. Esta enorme disonancia barthiana en el conjunto armónico de la Kirchliche Dogmatik nos muestra de fondo una particular miopía estética en la operatividad del mundo protestantes, y una consecuente incapacidad para formular bajo los principios reformados una visión estética del mundo. Por lo que otra vez volvemos ¿Por qué Mozart el católico, y no Bach, el luterano, o cualquier otro “genio” protestante? De hecho, y por la sola excepción de los corales, las cantatas y las dos pasiones, toda la obra de Bach obedece formalmente a los lineamientos del barroco, que significó la ofensiva estética y desmesurada del catolicismo contra el puritanismo y el racionalismo de los reformadores. En alguna medida, tampoco podríamos entonces de hablar de la inabarcable obra de Bach como el opus magnum de la estética protestante. Esto nos lleva a preguntarnos realmente si existe tal cosa. Si las conclusiones de Max Weber, Franz Overbeck y Kierkegaard son ciertas, con el advenimiento del protestantismo estaríamos asistiendo a la visión racionalista y burguesa del cristianismo moderno. ¿Cabe en este lineamiento entonces hacerle un reproche a Barth por haber justificado ilusoriamente la belleza de la creación bajo el esquema de una estética católica? ¿Tenía como evangélico alguna otra alternativa? La capacidad política del secularismo católico le ha permitido teologizar la historia, la naturaleza y el hacer del hombre. En un mundo donde lo alto y lo bajo se corresponden mutuamente, en el cual podemos fraguar  una imagen o una analogía de lo divino y no caer en vanos intentos mundanos, en ese orbe es posible diseñar una estética; pero allí donde no existen ni analogías, ni correspondencias entre el cielo y la tierra, la cosmovisión de este lado en el que la tierra es la tierra baldía, y el cielo es el arcano que sólo veremos en la transfiguración y la restauración de todas las cosas ¿ es posible crear con autonomía una estética, un hacer mundano del hombre, que tenga una finalidad trascendente y teológica más allá de la teología? (Si hay algo en lo que se parecen la iglesia primitiva y la iglesia que pensaron los reformadores es el celo por la espera de la parusía, relegando a lo mundano todo hacer dentro de la historia y fuera de la “espera”). Si el máximo teólogo protestante de la modernidad no encontró en su obra cumbre ninguna alternativa estética para su teología que no fuera el elogio a Mozart, todo parece indicar que en los últimos y primeros 500 años de su historia, el protestantismo ha logrado teologizar la cultura del trabajo, y romper sobriamente con la doctrina católica, sin caer en las cuevas temporarias de los heresiarcas, diseñando un culto y una iglesia, pero no ha podido- o tal vez no ha querido- formular un arte cristiano evangélico que acompañara a su revolución teológica[8].
Esta voluntaria imposibilidad de reconstruir estéticamente el mundo no debería verse tan sólo como una tara del espíritu racionalista del protestantismo. Si analizamos la historia de la dogmática protestante, comprenderemos esta omisión conciente a cualquier intento de pactar políticamente con el reino de este mundo, ya sea el reino de lo estético, el de la historia, o el de las instituciones. El pietismo protestante y el puritanismo calvinista- causal del espíritu capitalista, según Weber- fueron los encargados de colocar un muro entre la realidad pública e institucional del catolicismo romano y la experiencia interior de la iglesia evangélica, intentando abolir todo afán de  institucionalización eclesiástica[9]. Este afán por no contaminar de secularidad a la teología evangélica provocó que hasta el día de hoy sigamos buscando algún vestigio de arte protestante. Condenada toda obra humana bajo el estrado de la vanidad, ningún hacer del hombre, ni siquiera el arte religioso y sacro, es digno de interés alguno. La incapacidad de operar en el ámbito secular, como sí lo hicieron los católicos, ha traído aparejada esta aporía evangélica: no ser del mundo, ni involucrarse en ninguna de las esferas de lo humano, y sin embargo, tener que seguir viviendo en el mundo. Sólo la Biblia, el estudio de la Biblia, la composición de cánticos dominicales, el estudio de los comentarios bíblicos de los reformadores, y el libre ejercicio de la teología. Este sencillo cronograma de actividades de la iglesia evangélica bien podría abarcar toda su historia, desde su génesis hasta la actualidad.

V
Si hasta ahora hemos mencionado “críticamente” el espíritu anti estético del protestantismo, debemos finalizar hablando del verdadero “dominio” de la iglesia reformada: la teología. Por ningún otro aporte a la historia del espíritu occidental será recordado el protestantismo, salvo por su teología, su esfera autónoma. Basta imaginarnos el estado decadente en que se encontraba la teología medieval con el dogma aristotélico tomista, y el catastrófico aparato de la escolástica, para recordar, una vez más, cuál fue la misión “creativa” de los reformadores: cristologizar la teología, y devolverla a su único examen: la Sagrada Escritura. La tarea de los reformadores consistió en limpiar las pústulas y los sobrantes con que se había mal formado la teología escolástica, utilizando sus mismos anticuerpos: el seudo Dionisio, Maister Eckhart y Johannes Tauler.
Cabe mencionar los nombres de los más ilustres teólogos protestantes- Lutero, Calvino, Kierkegaard y Karl Barth-, hombres que revolucionaron para siempre la historia del pensamiento cristiano, y comprender que hasta el mismo catolicismo, luego de Tomás de Aquino, no supo recrear su teología sin tomar como anatema o complemento los escritos de estos teólogos evangélicos.
Lo que define al arte en sí es su capacidad de crear un mundo dentro del mundo, o un cielo dentro del mundo. La esfera creativa y autónoma del protestantismo no será entonces otra que su teología y su revolución cristocéntrica. Allí está su “estética”. En el ámbito de una religión racionalista, es la teología- verdadera ciencia de la Palabra de Dios- su único válido aporte al mundo del espíritu, y no la confección de imágenes, o melodías, o dramas que naturalicen secularmente lo divino.
Allí, en esa esfera de creatividad espiritual, están la teología dialéctica y el cristianismo sin religión de Bonhoeffer, por citar dos de las corrientes más influyentes de la teología del siglo XX.
Karl Barth acaso no lo supo nunca, pero son en verdad sus escritos creativos, y no la música de Mozart, los que pertenecen a la teología.
                                                                                                       Diciembre de 2012




[1] Si Kierkegaard va a ocupar un lugar privilegiado en la teología de la crisis del Römerbrief, en la siguiente etapa de su obra, Barth omitirá voluntariamente el nombre de Kierkegaard en sus escritos. Ni en la Kirchliche Dogmatik ni en el libro que consagra a la teología protestante del siglo XIX aparecerá mención alguna al genio de la interioridad. El giro hermenéutico ya había sido dado, y el Barth, hegeliano, optimista y dogmático, no podía volver los pasos atrás. El ascetismo y el regreso a la interioridad pueden ser motivaciones para fundar monasterios orientales, no para reconstruir una escolástica.
[2] Erik Peterson cita en su escrito “La Iglesia” a Wobbermin como uno de los primeros teólogos en descubrir dentro de la Dogmática de Barth una defensa involuntaria del catolicismo. Otros teólogos católicos que han defendido la misma tesis son Von Balthasar  y Hans Kung.
[3] En cuanto al problema que conlleva suponer una dogmática definitiva protestante, es acertado el criterio de Erik Peterson que, en su intercambio epistolar con Adolf Harnack-ambos protestantes- escribe: “La iglesia deja de ser una realidad pública cuando renuncia a una toma de posición dogmática. No cabe duda de que ya no podemos volver a la posición del siglo XVI, porque nos falta el apoyo dogmático de una autoridad cristiana. Ello hace más necesaria la búsqueda de una nueva base dogmática.” No deja de sorprender que este pedido de un evangélico por un ordenamiento general de una dogmática protestante haya sido redactado poco antes de la conversión de Erik Peterson al catolicismo. Tanto él como Barth se sentían agobiados por la falta de unidad dogmática al interior de las iglesias evangélicas, anarquía ideológica que devino en el desmembramiento y la secularización del mensaje primario y ortodoxo de la reforma en un conglomerado de confesiones y sectas. Peterson comprendió que la única posibilidad de un orden dogmático interno, público y rector, sólo podía provenir del catolicismo romano. Por eso, y no por otra cosa, ocurrió su paso a la religión católica. La búsqueda de Barth se podría leer furtivamente como una vía purgativa de escape por medio de la escritura y no por la conversión externa a otro dogma. Ambos buscaban una centralización pública y política de la dogmática evangélica. Así, en 1928, años antes de que Barth comenzara a edificar su catedral hegeliana, Peterson vaticinaba la intención ideológica del joven teólogo kierkegaardiano: “Barth busca hacer efectivo el carácter público de la teología protestante por medio de una vuelta al dogma y a la dogmática”. No encuentro otra explicación más esclarecedora al celo teológico institucional de Barth y a su acendrado biblicismo dogmático.
[4] Sobre la teología natural de la Kirchliche Dogmatik, el ensayo de Taubes es categórico, calificando de “teodicea” el intento medievalista y escolástico de Barth: “La dogmática debe presuponer necesariamente el reino de la iglesia visible como institución establecida y debe volver a caer en el esquema ontológico de una teodicea.” Taubes, que supo analizar desde las napas más profundas el giro hermenéutico de Barth, avisa la posibilidad real de una aporía, pero no informa sus resultados ni su verdadero origen: la imposibilidad evangélica, y por ende iconoclasta, de teologizar el arte o de estetizar cristianamente la historia.
[5] Nótese que citamos tres casos de los más célebres enmarcados en la música barroca. Es este estilo musical el último que podríamos denominar estrictamente como “litúrgico” o “sacro”. La música posterior a Bach, Haydn y Mozart, digamos por citar los dos compositores más reconocidos, ya funciona autónomamente como “música clásica” al servicio de las cortes y del espíritu iluminista propio del siglo XVIII. No obstante ello, Mozart nunca dejó de funcionar al servicio de la teatralidad visual católica.
[6] No es casualidad que Gould cite la teatralidad operística de Mozart. Si hay uno de los inventos teológico-estéticos más duraderos de la historia del catolicismo romano ése es la ópera, único género musical que no ejerció Bach.
[7] No. Mozart no pertenece a la theologia. Pertenece al ámbito del genio sin igual, que deslumbra y conmueve. Bach, el modesto trabajador de la música, que raras veces salió de una rutina provinciana en Eisenach, Cothen y Leipzig, el feligrés que escribía apuradamente las cantatas para cada función dominical, el luterano, padre de veinte hijos, que escribía música católica barroca con la mesura con que ningún católico pudo hacerlo, el compositor de la Pasión según San Mateo y según San Juan, el redactor de los libros del clave bien temperado, y el de las fugas, las partitas, y las suites para clave, ese sí pertenece a la theologia, no por hacer música sacra, sino por estar tan cerca a la armonía de las esferas. La celestialidad de Bach no está amparada en la religiosidad formal de su música, sino en la perfección celestial de su ejecutoria. Acaso ningún otro evento humano guarde tantas afinidades con el cielo.

[8] Hasta no hace mucho presenciamos la gran máquina ofensiva del secularismo católico en obras de arte tan importantes como el cine de Francis Ford Coppola y Alfred Hitchcock, o el período místico de Salvador Dalí. Ellos, junto a Calderón de la Barca, Balzac y el sinfonismo austro húngaro de Mahler, son los verdaderos teólogos de la iglesia católica, y no el epigonismo tomista de Josef Pieper, Etienne Gilson o Cornelio Fabro.
Del lado protestante, sólo sería digna de mención, la saga alegórica de C.S. Lewis, cuyo intento excesivamente directo de exponer una moraleja, deja mucho que desear si pensamos en esta historia como una obra de arte. En este caso, como desde siempre, el jesuitismo barroco tendrá mucho más por decir que el austero puritanismo de los alegoristas.
[9] Hecho ante el cual el calvinismo político terminó cediendo, mientras el pietismo terminaría recluyéndose definitivamente en el espacio de comunidades aisladas, verdaderamente no institucionalizadas.

jueves, 2 de octubre de 2014

Sanatana Dharma


"Mientras no derrotemos al tiempo seguiremos siendo esclavos, pero al tiempo se lo vence renunciando"
 Cioran


Dice en algún lugar el sabio Vivekananda: "¿Qué es nuestro mundo? es sólo la Existencia Infinita proyectada en el plano de la conciencia. Una pequeña parte de lo Infinito es proyectada en la conciencia y a eso nosotros lo llamamos mundo."

Me pregunto -luego de haber pasado largos años atado a las habladurías del mundo occidental- cuántos sufrimientos, depresiones y angustias me habría ahorrado, de haber conocido, siendo adolescente, las doctrinas metafísicas de la India; y poder aprender a distinguir lo ilusorio de lo único verdadero: el Uno sin segundo, abandonando ya las absurdas dicotomías que enloquecen al sujeto y al objeto, y no llevan más que a estúpidos sofismas.

Gracias a Dios, nunca es tarde para aquel que quiere atender, bajar la cabeza, y escuchar lo que el Cielo siempre quiere decirnos.


Octubre de 2014

lunes, 20 de enero de 2014

Franz Overbeck, el eterno insomne



Hasta donde mi modesta condición de lector llega, no conozco una crítica más devastadora a la historia del cristianismo que la que realizó a fines del siglo XIX un creyente, el teólogo protestante Franz Overbeck.
Siendo definida por él mismo como “la religión con la que se puede decir y hacer lo que se quiera”, el cristianismo, a diferencia de cualquier otra religión, se caracteriza por permitir endógenamente este tipo de críticas, lo que en alguna medida lo llevó a la desacralización en que se encuentra en la actualidad.
Las aporías que Overbeck encuentra en la estructura e historia del cristianismo no han sido todavía dilucidadas ni estudiadas de profundis por casi ninguna “personalidad” del intelecto, excepción hecha a Karl Löwith[1] , y a los fragmentos que le consagró en el más sincero agradecimiento el joven y radical Karl Barth. Quien verdaderamente conozca las ideas de Overbeck entenderá el motivo de su absoluto ostracismo y desconocimiento por parte del círculo de teólogos e intelectuales del pasado siglo XX.
Overbeck, reconocido ante la gran mayoría por ser tan sólo el amigo y confidente más cercano de Nietzsche, fue el único teólogo que puso seriamente en evidencia la gran nebulosa histórica y espiritual que existió entre la predicación apostólica de la inminente parusía y el establecimiento político y jurídico de la iglesia.
Alejado de todo su misterio escatológico, y anclado terrenalmente en el estado pagano, el cristianismo, según Overbeck, devino en una peligrosa contradictio in adjecto, ya que lo que caracterizó a la prédica de Jesús y su comunidad apostólica fue la anulación ascética del mundo por medio de la renuncia, el apartamiento y la espera; pero lo que ocurrió históricamente fue la creación de un estado eclesiástico y la colonización cultural de occidente.
“Jesús predicó el Espíritu Santo y lo que vino fue la Iglesia” escribió alguna vez Alfred Loisy; lo que para Overbeck podría significar- Kierkegaard mediante-: “Jesús predicó la renuncia (la negación), pero la Iglesia ejerció la afirmación (cultural y evangelizante)”.
“En efecto, una religión que esencialmente vive en la esperanza de la parusía, siendo fiel a sí misma, no podría proponerse la construcción de una ciencia teológica o de alguna iglesia.” (Karl Löwith)
Para Overbeck, esta contradicción no resultó fortuita: significó el naufragio espiritual y la crisis de toda la cultura europea (análisis que Nietzsche luego incorporaría para su crítica de la religión cristiana) que, por otra parte, el espíritu racionalista de la Reforma terminó por hundir hasta el abismo más profundo.
Es en este terreno donde la teología, lejos de calmar las aguas, funcionó como el verdadero cataclismo y tendón de Aquiles del dogma cristiano, reduciendo los ideales primitivos de la ascética y la renuncia[2] al establecimiento del matrimonio como dogma propagador de una civilización cristiana, y a la construcción de una  liturgia y de doctrinas especulativas y sistemáticas que ordenaran el fundamento de la Iglesia.
El ataque de Overbeck a la teología cristiana incomoda por la solidez de sus conclusiones.
Las incongruencias que halla en la conformación histórica del cristianismo socavan la vida institucional de ministros y oficiantes católicos o protestantes. Sospecho que no por otro motivo nadie lo lee hoy día ni traducen su obra. Los que investigan sus escritos en la actualidad no son más que aislados rumiantes, tan insomnes y en vigilia como Pascal- el único cristiano ejemplar de toda la Europa moderna, para Overbeck- que, ante el horror de la divinidad y su interpretación nazarena, recomienda el estado de vela: “No hay que dormir durante este tiempo”.
Overbeck hizo suyo ese misterioso estado de vigilia, acometiendo la más sólida crítica a la religión cristiana que se conozca, pero desde el apartamiento y la sobriedad.
Allí, en su personal huerto nocturno, encontró una suerte de Dios gnóstico que poco o nada tiene que ver con el que tramó la teología europea.
Ni la iglesia ni sus acólitos están preparados todavía para conocer sus conclusiones. Mientras tanto, su obra goza del extraño privilegio del ostracismo y la paciente espera.

Traducimos (defectuosamente) a continuación, un fragmento de un manuscrito inédito overbeckiano recientemente hallado:
“He escrito mi tratado Sobre la Cristiandad de la época actual bajo la convicción de que nuestra época está en un proceso de desmantelamiento total de la iglesia y en una búsqueda completamente nueva de comprender el cristianismo, y ciertamente una nueva manera de entender la religión en general. Cuando escribí mi tratado, no sentí ni odio ni aversión hacia la iglesia o el cristianismo. Ellos nunca fueron una espina en mi carne. Nunca he experimentado ni al cristianismo ni a la iglesia como un problema. Si hubo algo en mi tratado contra lo que me predispuse, hacia lo cual albergué algún tipo de sentir negativo, esto es la teología (y por extensión, también, la iglesia que alberga y defiende a la teología). He comprendido que no deseo tener ningún tipo de vinculación con la teología, nunca más. Es mi mayor esperanza estar libre de ella, en el sentido de que pueda hacer mi trabajo alejado de sus proposiciones De hecho, el modo en que la teología es concebida en la actualidad me importa poco o nada. El rol que la iglesia y el cristianismo juegan en la actualidad es algo que, ciertamente, nunca estuvo ni estará entre mis asuntos. En cambio, siempre he considerado y aún hoy lo sigo haciendo, que la teología nunca fue otra cosa que un error. La teología es algo con lo que yo no quiero tener nada que ver, y consecuentemente, no recomiendo a nadie que se vea envuelto en ella.” (Franz Overbeck, Anotaciones al margen de un libro de Carl Albrecht Bernoulli) Traducción E. A.



[1] En 1966, Jacob Taubes publica un célebre artículo overbeckiano en el que no hace más que citar y parafrasear hasta el plagio, las tesis y conclusiones que sostiene el estudio precursor de Löwith, al final de su Von Hegel Zu Nietzsche, de 1939
[2] Especial mención merece la ascética cristiana dentro de la obra overbeckiana. De hecho, sería considerable que  algún investigador estudiara seriamente las páginas que Overbeck  dedica a los orígenes del monaquismo y la vida ascética como memento mori, en reemplazo tempo-histórico de la parusía. Para nuestro autor, la renuncia y la ascética consisten en el verdadero móvil y esencia del cristianismo, y sólo una estirpe de linaje aristocrático evidentemente distinguible es la que puede ejercer y vivir bajo las normas ascéticas.

sábado, 19 de octubre de 2013

El hacinamiento de los mamíferos


"Si en lo sucesivo no se hallan las soluciones políticas, sociales y biológicas adecuadas, el estudio de las restantes cuestiones que tenemos planteadas será totalmente infructuoso. La humanidad perecerá como las poblaciones de ratas que sobrepasaron la capacidad límite de su hábitat." Jean Dorst, 1970


En materia de conservación de las especies y la naturaleza, es casi imposible, parafraseando a Konrad Lorenz, no mantener tesis conservadoras.
El sistema inmunológico y virósico de las ratas es similar al nuestro. Cuando pensamos en la capacidad de provocar desastres que poseen estos mamíferos, no debemos olvidar que nuestra conducta como humanos no dista demasiado de su animalidad. Al respecto, leo un libro sobre demografía de Paul Ehrlich, especialista en el tema. Cito: “Cuando las ratas se encuentran hacinadas en densidades superiores a las que suelen darse en la naturaleza, se transforman en homosexuales y en unos progenitores irresponsables, llegando incluso a devorar a sus crías. Esa situación de superpoblación se corrige por sí sola. ”

Cabría plantearse seriamente esta cuestión entre los seres humanos. Las explosiones demográficas a las que están asistiendo nuestras ciudades demuestran un elevado incremento de la promiscuidad, del delito, del abuso de drogas y de perversiones de cualquier tipo. La hacinación entre hombres, como en este caso sí ocurre entre las ratas, no nos vuelve caníbales- tabú antropofágico que todavía el hombre, no sabemos si por mucho más, no se permite quebrar- pero sí presenciamos cada día mayor indiferencia entre las clases bajas a la hora de concebir tres, cuatro o más de cinco hijos por familia, cuando sus ingresos apenas permiten la subsistencia de una familia tipo de tres integrantes. ¿No es ésta acaso una forma de canibalismo pasivo, arrojando a la miseria, la desnutrición y la más absoluta marginación a las criaturas que son criadas como manadas indistintas en una madriguera? Políticas de dudosa seriedad, como la del no control de la natalidad por parte del Vaticano, o en nuestro país la demagógica y efectista  “asignación universal por hijo”, verdadera sala de laboratorio del hacinamiento y la concepción irresponsable, nos obligan a replantearnos nuestra posición como señores de la creación. El hombre, que es el máximo depredador de la especie, está permitiendo que la naturaleza gima a gritos (Romanos 8:22) por una inminente destrucción planetaria. Si el hombre no actúa, la naturaleza- con sus cataclismos, tornados y tsunamis- cumplirá la función de equilibrar la desproporción demográfica y humana, así como las ratas progenitoras se comen a los sobrantes.

domingo, 5 de mayo de 2013

Kierkegaard, la reforma y la ascética

El rechazo hacia toda forma de vida ascética por parte de los reformadores es, sin dudas, uno de los
causales de su inevitable secularización y liberalismo actual (Franz Overbeck ya había detectado en el siglo XIX este germen de mundanización en la historia de la reforma). En los Dagboger, Kierkegaard ataca con inusual frecuencia la actitud de Lutero de "provocar" el espíritu ascético del cristianismo medieval casándose con la monja Catalina de Bora y "obligando" a todos los ministros evangélicos a contraer matrimonio (uno de los tantos motivos por los que Kierkegaard jamás hubiera podido ejercer eclesiásticamente el pastorado protestante). Esta anulación del principio de castidad- castidad que fue innata al pesimismo terrenal que acompañó al cristianismo primitivo en espera vigilante de la parusia- es un claro "signo de los tiempos". Esto es, de la mundanización de la vida espiritual cristiana que aconteció con la reforma y que, junto a la institucionalización política de la iglesia (tanto romana, como luterana y reformada), y a la divinización calvinista del trabajo y el ahorro, terminó por liquidar todo espectro actual de vida cristiana, entendida ésta como la entendieron los primeros cristianos. Por eso el salto kierkegaardiano. Por eso el decisionismo del instante. Por eso la vuelta cualitativa e infinita a poner nuevamente nuestros pasos en las huellas que dejó Jesús. Por paradójico que resultare, hoy día sólo es posible abrazar una vida cristiana íntegra ejerciendo la soledad, el aislamiento, o el ascetismo. En esto, la prédica de Kierkegaard acerca de la interioridad- inédita en la historia de occidente- ya había estado prefigurada en la teología oriental de un Juan Clímaco, Casiano, o Evagrio Pontico, por citar algunos de los más ilustres ascetas del desierto. Volver a los orígenes cristianos sólo puede ocurrir aguardando nuevamente la parusia- como en la noche de Getsemaní de Pascal-. No debemos dormitarnos en esta oscura época, pero... ¿Cómo esperar? Anulando la historia profana y el progreso- esa tríada del sistema llamada la familia, la iglesia y el trabajo- mediante la renuncia y la castidad.

domingo, 10 de marzo de 2013

La suave levedad del ser


Camino junto a mi esposa y mi perro Anselmo por las calles arboladas de Lomas de Zamora. El suburbio y sus elementos permanece intacto, a medida que uno camina, como recogiendo la belleza dispersa en el paisaje. Es allí, en la pura inmanencia, donde compruebo la inutilidad de la escritura, y mucho más la de publicar: la hermosura permanece intacta, donde uno quiera advertirla, sin más detenimiento que la contemplación y el agradecimiento. Después, mucho después, viene la burocracia de las palabras, y la de intentar magnificar algo que es inminente, irreductible a cualquier tipo de especulación humana. Sigo caminando entre los árboles y el canto del zorzal anaranjado me guía cuando mi mente saborea las palabras de Vicente Barbieri, poeta que en muchas ocasiones especiales me ha acompañado como un hermano espiritual: "Que admirable atención, la de las cosas, en su afán de donar belleza a los instantes." No queda nada más por agregar, salvo continuar, bendecido por la compañía y el milagro, el camino a casa.

lunes, 4 de febrero de 2013

Una cultura nacional desviada


Anoché leí una nota que salió en Clarín sobre el reciente libro que Osvaldo Baigorria dedicó a la obra de Néstor Sanchez. No soy un apasionado de las biografías, ni me gusta leer la obra de los escritores a la luz de los acontecimientos de su existencia, pero en este caso, entendí muchas cosas que, cuando leí la obra de Sánchez- en mi caso particular, la curiosa novela Cómico de la lengua- me llamaron la atención, y no me refiero tan sólo a la deliberada incoherencia discursiva de esta novela de Sánchez, a su gusto por lo absurdo y a su algo impostado vanguardismo. En la nota de Clarín el autor aclara: "Hay un nombre que se repite, y es el de Gurdjieff, un místico ruso del siglo XIX que propugnaba la desautomatización y la ruptura de los hábitos como forma de recordarse a sí mismo, ser auténtico, entero, y mantenerse alerta. Existen métodos (Trabajos) para profundizar esa desautomatización, que Sánchez seguía estrictamente, como escribir y hacer todos los gestos cotidianos con la mano izquierda, o caminar durante horas con una piedra en un zapato, para sentir la iluminación del dolor, y luego la iluminación del fin del dolor. La experiencia no miente. No hay que mistificar lo que se experiencia." Más allá del enorme error conceptual de calificar a Gurdjieff como un místico- término exclusivamente aplicado a una rama de la ascética y de la literatura cristiana-, justamente a Gurdjieff, que se burlaba del cristianismo y de los ejercicios de piedad que se practican en los monasterios, el hecho de que Sánchez siguiera "religiosamente" la obra de Gurdjieff y terminara sus días viviendo en la calle, deambulando como un linyera demente o durmiendo en una playa de estacionamiento, confirma una vez más aquello que René Guénon decía cuando le consultaban por el sectario de origen armenio: "Hay que escapar de Gurdjieff como de la peste". El mismo Gurdjieff, según el esclarecedor libro de Whitall Perry, antes de morir, les susurró a sus discípulos: "En qué líos los dejo!" ¿Acaso buscar falsas tradiciones y maestros invertidos será una de las consecuencias de la pobre y actual cultura argentina?