I
Conocida es la
categórica sentencia sobre la que Karl Barth edificará los cimientos de ese
gran rascacielos teológico que es la Kirchliche
Dogmatik: “la religión es
incredulidad. La religión es por excelencia el hecho del hombre sin Dios”.
Sostenido sobre esta pétrea base de crítica hacia todo espectro religioso- sea
o no cristiano-, refutado todo intento humano de explicar genuinamente ese
incógnito significante llamado Dios, Barth construirá la que tal vez sea la
cristología más irracional y maravillosa, parafraseando a Von Balthasar, que la
teología post paulina haya conocido. Decimos irracional porque para Barth
ninguna exposición humana es válida para encontrarse con Dios. Calificamos de
maravillosa su cristología porque es Cristo, su expiación, su prédica, su
promesa y su ascensión de lo único que habla esa catedral de la teología.
Cuando hablamos de la cristología barthiana es claro que nos referimos sola y
exclusivamente a la “revelación”, esa estrella de la mañana que rompe con toda
la tiniebla y las falacias del mundo terrenal:
A la luz de la
revelación no hay religión que no sea desenmascarada como lo contrario de la
revelación misma, es decir, como incredulidad.
La revelación es el sí
de Dios ante el no que los hombres construimos una y otra vez de modo
religioso, intentando justificarnos ante el Creador. El juicio de Barth es
irracional porque lo que hemos inteligido sobre Dios no es más que palabrería
humana, que en nada reduce o magnifica el aserto divino. El hombre está tan
alejado de Dios y es tal el grado de su alienación que parece que una y otra
vez- ayer y siempre- vuelve a desobedecer y cae en la lujuria del fruto del
árbol del bien y del mal. Este juicio irracional sobre todo presupuesto racional
es tan atronador como maravilloso, porque, a pesar del hombre y sus
circunstancias, el mundo no está perdido. Y allí, en esa pujante dialéctica
entre el caos y el orden, entre la tiniebla humana y la luz divina, emerge el
clima de la Gracia de Jesucristo. Nada sino él y su misericordia graciosa puede
darnos luz, justificación y fe. Es en este plano meta ontológico donde acontece
la verdadera religión cristiana. No por el ejercicio temeroso de las buenas
obras, ni por la edificación de templos, obras de arte o escrituras piadosas.
Sólo la revelación de Jesucristo y ninguna otra circunstancia puede devolvernos
al origen y la conciliación:
La revelación es, en
tanto que automanifestación de Dios, el acto mediante el cual el hombre, de
gracia y por gracia, es reconciliado con Dios.
La aparición en 1919
del Römerbrief significó una nueva
era para el mundo de la teología, marcada por un cristocentrismo que ni la
escolástica ni el protestantismo liberal del siglo XIX habían conocido. Eran
tan radicales las conclusiones de Barth- rayanas en el fundamentalismo- las
conclusiones que Barth había extraído de la carta paulina, que ni católicos, ni
luteranos, ni reformados pudieron obviar este contundente juicio teológico que
un cristiano elevaba al mundo cristiano de la época, al catolicismo tomista y
al protestantismo liberal.
El joven Barth supo
encontrar en Kierkegaard, y su conflagración total contra el mundo moderno, un
terreno desde donde pudiera hacer pie su duro veredicto espiritual. En el Römerbrief abundan las citas al escritor
dinamarqués, y es junto a Lutero, Calvino, Pascal y Dostoievsky, la principal
fuente desde donde abreva la sed de juicio y de verdad que inunda todo el
comentario a la carta del apóstol Pablo. Deberíamos entonces leer este libro
inicial de Barth y la crítica a la religión que se extiende hasta el segundo
tomo de la Dogmática bajo el influjo
de la teología crítica kierkegaardiana. La conclusión de Barth en la que la
religión es vista sólo como incredulidad y autoconmisceración humana ante el
vacío insondable que se extiende entre los hombres y el Deus absconditus, es una conclusión a la que Kierkegaard había
llegado ochenta años antes, mediante su distinción entre cristiandad (las
habladurías y las componendas que traen aparejadas los cómodos 1800 años de
iglesia cristiana) y cristianismo (una vuelta decisiva a los ideales de la
iglesia primitiva, contemporánea de Cristo en su sufrimiento y en su verdad).
Según Kierkegaard, la única salida posible y forzosa ante esta religión
falsificada en la historia, se puede dar
por medio del decisivo salto desde la historia eclesiástica-
acomodaticia, triunfalista y hegeliana- hacia el instante de la interioridad
subjetiva; sólo el den enkelte- el
único y singular frente a la masa pagana- puede, gracias a la extemporaneidad
de su salto, volver a poner los pasos sobre las huellas de Cristo y desde allí
regresar al cristianismo en toda su entereza.
Este radicalismo
subjetivista kierkegaardiano es el complemento teo filosófico de la crítica
teológica del joven Barth. En él, la revelación, que destruye el velo de maia
de la religión, ocurre sólo gracias a la excepción hecha por Cristo. Podríamos
entonces entender esta unívoca revelación, frente al conglomerado de religiones
paganas, como una lectura que el Barth paulino hace de la subjetividad
kierkegaardiana, encumbrándose ante la multitud pagana de las iglesias. En
ambos casos- tanto la revelación barthiana que elige el solitario y maravilloso
camino de la revelación cristológica, como el salto del instante hacia única
subjetividad en Kierkegaard- un solo elemento es el que destaca de entre todos
los demás: el decisionismo de la elección.
II
Con el desarrollo
programático y progresivo de la Kirchliche
Dogmatik, Karl Barth se enfrentará a una encrucijada. Seguir los pasos de
la crítica radical de Kierkegaard o amoldarse a un sistema dentro de un marco
dogmático. Es sabido que el camino kierkegaardiano conduce a un callejón sin salida
para cualquier sistema progresivo: la ascética y el aislamiento hacia la
interioridad. Después de su juicio ya no es posible ni una teología, ni una
comunidad que no caiga en el delirio de la masa, ni mucho menos una dogmática
eclesiástica. Barth conocía esta cuerda tensa de la teología crítica de
Kierkegaard y comprendía que él mismo como teólogo kierkegaardiano había
llegado al cierre de un ciclo hermenéutico y metodológico. El alejamiento de la
exégesis kierkegaardiana no podría haber caído sino en manos enemigas. A partir
de los años 30, Barth se propone culminar su labor mediante la construcción de
un nuevo sistema escolástico. No con otros fines surge la Dogmática. Y para edificar “positivamente” un sistema teológico
dogmático no puede contar sino con el más exacto adversario del irracionalismo
kierkegaardiano: la celebración hegeliana de la historia. Para Barth esto
significará hacer un giro metodológico de 180° desde la anulación de la visión
teológica del mundo a partir de la radical interioridad kierkegaardiana hacia
una exteriorización triunfalista de la historia eclesiástica cristiana[1].
En un célebre escrito,
Jacob Taubes afirmaba que el Barth de la Dogmática
es filosóficamente hegeliano, escindiéndose su teología en un antes (autor del Römerbrief) y en un después (el autor de
la Dogmática). Si el primer Barth
hereda de Kierkegaard el juicio fundamentalista hacia toda forma anquilosada,
burguesa e institucional del cristianismo, lo que caracterizará al segundo
Barth es la toma de posición ante un “triunfo” de la dialéctica optimista
hegeliana. El irracionalismo de la juventud es sustituido por la racionalidad
adulta donde los opuestos- religión y revelación- que antes colisionaban, ahora
se reconcilian y son integrados dialécticamente en una positiva dogmática
final. A fin de cuentas, el giro barthiano expone sistemáticamente la victoria
de la Historia del Espíritu Absoluto (los dogmas de la Iglesia) por sobre el
espíritu entendido desde una individualidad cristológica: la victoria de la historia
sobre el espíritu. La construcción de la catedral barthiana perderá su estilo
gótico para adquirir un estilo racionalista. El edificio de su Dogmática- que en los primeros volúmenes
guardará el calor del fuego primitivo de la crítica a la religión, superada en
la dialéctica por la sola revelación- a medida que evoluciona y gana altura
supondrá una exaltación de la verdadera religión y de la comunidad de los
santos. No es descabellado afirmar que si el primer Barth es metodológicamente
calvinista y kierkegaardiano, el autor de la Dogmática estará más cerca del clima conciliar de la época y de un
hegelianismo institucionalizante. Es cierto que lo que la teología de Barth
pierde de irracional y crítica lo gana en diálogo y apertura dialéctica. Esta
teología nunca dejará de ser una apuesta “total-totalitaria” en aras del
cristocentrismo, pero a medida que su obra se va cerrando, su concepción de una
dogmática eclesial nos remite subrepticiamente a la idea de
institucionalización que tan caro le costó a Hegel entre sus discípulos. La Dogmática es el último esfuerzo de la
teología moderna por establecer un orden político-institucional-religioso que
defina a la iglesia como el único lugar donde acontece la revelación, y donde
los pecadores son justificados por la gracia divina.
El móvil de semejante
empresa guarda curiosas afinidades con el proyecto institucional que la iglesia
de Roma ha establecido desde la época de Constantino, y ha afianzado con la
contrarreforma, la autoridad espiritual del sumo pontífice y la infalibilidad
papal afirmada en el Concilio Vaticano I. No obstante lo dicho, sería
inapropiado hablar de un Barth católico, cuando su teología colisiona contra el
dogma romano de la analogia entis y
la teología natural, verdadero invento del anticristo, según sus palabras A
pesar de la apuesta barthiana por la sola revelación, su pretensión de informar
una “dogmática” entre las múltiples denominaciones evangélicas tiene evidentes
correspondencias con el romanismo político[2].
Es claro que lo que diferencia a la iglesia católica de las iglesias
evangélicas reformadas es la pretensión de la primera de autodefinirse como la
única autoridad religiosa formal y de emitir juicios valorativos sobre todas
las disciplinas del área humana. La concordia
discors es, desde la época de los reformadores, el modus operandi para que en la iglesia cristiana puedan existir
diferentes posturas dogmáticas y no una sola “santa y universal”. La “realidad
pública” de una dogmática por sobre las demás nos deja pensando si en la madurez
de su obra, Karl Barth intentó buscar puntos de conexión entre el catolicismo
romano- que tanto rechazo le provocó en su juventud- y la iglesia protestante[3].
III
Muy a pesar del
espíritu escolástico que la Dogmática
de Barth va adquiriendo, conforme su suceden los volúmenes y las miles de
páginas, no deja de generar estupor la apoteosis a Mozart con que Barth abre el
capítulo consagrado al caos. El mismo teólogo que anteriormente repudiaba todo
intento humano de asimilarse a Dios, el que-como el seudo Dionisio y la
corriente apofática- negaba todo predicado que pudiese abarcar siquiera
mínimamente la idea de Dios y de sus atributos, el mismo joven teólogo que,
bajo el influjo del fuego kierkegaardiano, rechazaba toda religiosidad y moral
burguesa, el que negaba cualquier posibilidad de teologizar la historia o el
arte, como sí lo hacen los "paganos religiosos" con su analogia entis, es el que escribe este panegírico de teología
natural mozartiana[4]:
Mozart tenía la paz de
Dios, la cual está por encima de la razón (…) Había escuchado algo, y hasta el
día de hoy hace escuchar- a quienes tienen oídos para escuchar- lo que al final
de los tiempos veremos: la síntesis de las cosas en su ordenación final. Es
como si a partir de este fin él hubiera escuchado el unísono de la creación (…)
Mozart hace audible que la creación alaba a su Señor y que por eso ella es
perfecta (…) Mozart pertenece a la teología. Frente al problema del mal y de la
nada, la obra de Mozart prepara caminos mucho mejor que cualquier argumentación
científica.
¿Cómo no asombrarse
ante estas palabras que suenan más al acorde al conjunto de la obra de un Von
Balthasar o a teólogos protestantes de claro corte ecuménico como Emil Brunner
u Oscar Cullmann? Por otra parte ¿Por qué Mozart, el católico, el teatral genio
de Salzburgo, el sinfónico vienés, y no el austero Bach- el autor de los
corales y cantatas más hermosas que haya dado la música evangélica- siquiera
para justificar nominalmente como evangélico el rapto de teología natural con
que acomete Barth en estas palabras? Si en su teología anteriormente lo alto y
lo bajo no se correspondían salvo por la sola
gratia de Jesucristo, parece que el maduro Barth debió caer en la mediación
hegeliana y en la aporía que conlleva todo discurso de teología negativa
apofática, un verdadero callejón sin salida para el discurso argumentativo.
Es sabido que el seudo
Dionisio, para descalificar toda posibilidad predicativa de los atributos de
Dios, se halló en la necesidad de dilapidar barrocamente todos sus recursos y
estirar al máximo de sus capacidades la lengua griega. Referirnos a Dios
después de su teología mística debería ser tan sólo asunto de neologistas y
extáticos. Karl Barth, para no recurrir al mismo desgaste retórico, eleva al
plano divino, como si fuera una extensión del brazo perfecto de Dios, la obra
de Mozart, uno de los músicos más “creacionistas” y seculares que ha dado la
música europea. Ejemplos de obras divinas, en el sentido litúrgico y matemático
de la música, pueden ser el de Häendel, Bach o Pachelbel, no el de Mozart,
quien según Kierkegaard, poseía el espíritu del genio demónico visual y
concupiscente del don juan[5].
A propósito del arte
visual de Mozart, dice Glenn Gould, uno de los mejores intérpretes al piano de su opuesto,
Bach:
[Mozart, a los 18 años]
descubrió que poseía un don teatral que aplicó hasta la saciedad, no sólo en
las óperas sino también en las obras instrumentales, y eso es algo que, a la
vista del hedonismo más bien frívolo que empapa todo el teatro del siglo XVIII,
no me interesa en lo más mínimo [está hablando como intrérprete] (…) Mozart
alcanzó una cierta fama gracias a su habilidad como dramaturgo[6].
Kierkegaard sabía que
el pecado y la concupiscencia entran por la pasión teatral del objeto visual,
no por el oído, que es ciego y objetivo a las representaciones, como bien
advirtió Schopenhauer en su defensa de la música. El oído es el órgano del
cuerpo por el que se oye el llamado de Dios y se escucha la revelación, que es Logos, no imagen. En este intento de
hablar musicalmente no desde el gusto o la pasión, que es lo que poseyó a Barth
mientras escribía su Dogmática, el
arte de Bach es de una rigurosidad exclusivamente auditiva que poco espacio
deja a los fantasmas de la visión y la teatralidad. No lo mismo, claro está,
podríamos decir de Mozart y su libretista Lorenzo Da Ponte, quienes a la
postre, utilizaron sus recursos teatreros de seducción para cometer todo tipo
de libertinajes. Volvemos entonces a la pregunta ¿Por qué Mozart y no Bach? La
teatralidad mozartiana bien se amolda a los esquemas de la teodramática católica y a su obsesión ocular, pletórica en imágenes
tridimensionales, no a una supuesta eclesiología evangélica e iconoclasta.
Dicho esto, podemos
comprender la doble aporía mozartiana que desvía el aparente espíritu
protestante de su autor: 1) recurrir al encomio panteísta que se da en los
ámbitos de la teología natural y la analogia
entis, como hacen los escritores católicos, cuando alaban el orden perfecto
de la creación, y 2) apelar al arte mozartiano como “teodicea”, el absoluto
opuesto del arte protestante mesurado de las cantatas de Bach[7].
IV
La anterior pregunta
sobre por qué Mozart puede funcionar
como modelo teológico y no Bach nos podría conducir a otra pregunta análoga:
¿Por qué Bach- modelo propuesto por nosotros- y no cualquier otro compositor
protestante? Cuestión que inevitablemente nos conduce esta vez sí al núcleo del
problema: ¿Existe una estética protestante?
La aporía barthiana,
que es la justificación teológica de la música “sobrenatural” de Mozart provoca
no sólo un cataclismo de teología natural al interior de una dogmática
protestante, y una analogía con el mundo en el marco de una teología que desde
sus orígenes impugnó la naturaleza demoníaca del mundo. Esta enorme disonancia
barthiana en el conjunto armónico de la Kirchliche
Dogmatik nos muestra de fondo una particular miopía estética en la
operatividad del mundo protestantes, y una consecuente incapacidad para
formular bajo los principios reformados una visión estética del mundo. Por lo
que otra vez volvemos ¿Por qué Mozart el católico, y no Bach, el luterano, o
cualquier otro “genio” protestante? De hecho, y por la sola excepción de los
corales, las cantatas y las dos pasiones, toda la obra de Bach obedece
formalmente a los lineamientos del barroco, que significó la ofensiva estética
y desmesurada del catolicismo contra el puritanismo y el racionalismo de los
reformadores. En alguna medida, tampoco podríamos entonces de hablar de la inabarcable
obra de Bach como el opus magnum de
la estética protestante. Esto nos lleva a preguntarnos realmente si existe tal
cosa. Si las conclusiones de Max Weber, Franz Overbeck y Kierkegaard son
ciertas, con el advenimiento del protestantismo estaríamos asistiendo a la
visión racionalista y burguesa del cristianismo moderno. ¿Cabe en este
lineamiento entonces hacerle un reproche a Barth por haber justificado
ilusoriamente la belleza de la creación bajo el esquema de una estética
católica? ¿Tenía como evangélico alguna otra alternativa? La capacidad política
del secularismo católico le ha permitido teologizar la historia, la naturaleza
y el hacer del hombre. En un mundo donde lo alto y lo bajo se corresponden
mutuamente, en el cual podemos fraguar
una imagen o una analogía de lo divino y no caer en vanos intentos
mundanos, en ese orbe es posible diseñar una estética; pero allí donde no
existen ni analogías, ni correspondencias entre el cielo y la tierra, la
cosmovisión de este lado en el que la tierra es la tierra baldía, y el cielo es
el arcano que sólo veremos en la transfiguración y la restauración de todas las
cosas ¿ es posible crear con autonomía una estética, un hacer mundano del
hombre, que tenga una finalidad trascendente y teológica más allá de la
teología? (Si hay algo en lo que se parecen la iglesia primitiva y la iglesia
que pensaron los reformadores es el celo por la espera de la parusía, relegando
a lo mundano todo hacer dentro de la historia y fuera de la “espera”). Si el
máximo teólogo protestante de la modernidad no encontró en su obra cumbre
ninguna alternativa estética para su teología que no fuera el elogio a Mozart,
todo parece indicar que en los últimos y primeros 500 años de su historia, el
protestantismo ha logrado teologizar la cultura del trabajo, y romper
sobriamente con la doctrina católica, sin caer en las cuevas temporarias de los
heresiarcas, diseñando un culto y una iglesia, pero no ha podido- o tal vez no
ha querido- formular un arte cristiano evangélico que acompañara a su revolución
teológica[8].
Esta voluntaria
imposibilidad de reconstruir estéticamente el mundo no debería verse tan sólo
como una tara del espíritu racionalista del protestantismo. Si analizamos la
historia de la dogmática protestante, comprenderemos esta omisión conciente a
cualquier intento de pactar políticamente con el reino de este mundo, ya sea el
reino de lo estético, el de la historia, o el de las instituciones. El pietismo
protestante y el puritanismo calvinista- causal del espíritu capitalista, según
Weber- fueron los encargados de colocar un muro entre la realidad pública e
institucional del catolicismo romano y la experiencia interior de la iglesia
evangélica, intentando abolir todo afán de
institucionalización eclesiástica[9].
Este afán por no contaminar de secularidad a la teología evangélica provocó que
hasta el día de hoy sigamos buscando algún vestigio de arte protestante.
Condenada toda obra humana bajo el estrado de la vanidad, ningún hacer del
hombre, ni siquiera el arte religioso y sacro, es digno de interés alguno. La
incapacidad de operar en el ámbito secular, como sí lo hicieron los católicos,
ha traído aparejada esta aporía evangélica: no ser del mundo, ni involucrarse
en ninguna de las esferas de lo humano, y sin embargo, tener que seguir
viviendo en el mundo. Sólo la Biblia, el estudio de la Biblia, la composición
de cánticos dominicales, el estudio de los comentarios bíblicos de los
reformadores, y el libre ejercicio de la teología. Este sencillo cronograma de
actividades de la iglesia evangélica bien podría abarcar toda su historia,
desde su génesis hasta la actualidad.
V
Si hasta ahora hemos
mencionado “críticamente” el espíritu anti estético del protestantismo, debemos
finalizar hablando del verdadero “dominio” de la iglesia reformada: la
teología. Por ningún otro aporte a la historia del espíritu occidental será
recordado el protestantismo, salvo por su teología, su esfera autónoma. Basta
imaginarnos el estado decadente en que se encontraba la teología medieval con
el dogma aristotélico tomista, y el catastrófico aparato de la escolástica,
para recordar, una vez más, cuál fue la misión “creativa” de los reformadores:
cristologizar la teología, y devolverla a su único examen: la Sagrada
Escritura. La tarea de los reformadores consistió en limpiar las pústulas y los
sobrantes con que se había mal formado la teología escolástica, utilizando sus
mismos anticuerpos: el seudo Dionisio, Maister Eckhart y Johannes Tauler.
Cabe mencionar los
nombres de los más ilustres teólogos protestantes- Lutero, Calvino, Kierkegaard
y Karl Barth-, hombres que revolucionaron para siempre la historia del
pensamiento cristiano, y comprender que hasta el mismo catolicismo, luego de
Tomás de Aquino, no supo recrear su teología sin tomar como anatema o complemento
los escritos de estos teólogos evangélicos.
Lo que define al arte
en sí es su capacidad de crear un mundo dentro del mundo, o un cielo dentro del
mundo. La esfera creativa y autónoma del protestantismo no será entonces otra
que su teología y su revolución cristocéntrica. Allí está su “estética”. En el
ámbito de una religión racionalista, es la teología- verdadera ciencia de la
Palabra de Dios- su único válido aporte al mundo del espíritu, y no la
confección de imágenes, o melodías, o dramas que naturalicen secularmente lo
divino.
Allí, en esa esfera de
creatividad espiritual, están la teología dialéctica y el cristianismo sin
religión de Bonhoeffer, por citar dos de las corrientes más influyentes de la
teología del siglo XX.
Karl Barth acaso no lo
supo nunca, pero son en verdad sus escritos creativos, y no la música de Mozart,
los que pertenecen a la teología.
Diciembre
de 2012
[1] Si
Kierkegaard va a ocupar un lugar privilegiado en la teología de la crisis del Römerbrief, en la siguiente etapa de su
obra, Barth omitirá voluntariamente el nombre de Kierkegaard en sus escritos.
Ni en la Kirchliche Dogmatik ni en el
libro que consagra a la teología protestante del siglo XIX aparecerá mención
alguna al genio de la interioridad. El giro hermenéutico ya había sido dado, y
el Barth, hegeliano, optimista y dogmático, no podía volver los pasos atrás. El
ascetismo y el regreso a la interioridad pueden ser motivaciones para fundar
monasterios orientales, no para reconstruir una escolástica.
[2] Erik Peterson cita en su escrito
“La Iglesia” a Wobbermin como uno de los primeros teólogos en descubrir dentro
de la Dogmática de Barth una defensa involuntaria del catolicismo. Otros
teólogos católicos que han defendido la misma tesis son Von Balthasar y Hans Kung.
[3] En cuanto
al problema que conlleva suponer una dogmática definitiva protestante, es
acertado el criterio de Erik Peterson que, en su intercambio epistolar con
Adolf Harnack-ambos protestantes- escribe: “La
iglesia deja de ser una realidad pública cuando renuncia a una toma de posición
dogmática. No cabe duda de que ya no podemos volver a la posición del siglo
XVI, porque nos falta el apoyo dogmático de una autoridad cristiana. Ello hace
más necesaria la búsqueda de una nueva base dogmática.” No deja de
sorprender que este pedido de un evangélico por un ordenamiento general de una
dogmática protestante haya sido redactado poco antes de la conversión de Erik
Peterson al catolicismo. Tanto él como Barth se sentían agobiados por la falta
de unidad dogmática al interior de las iglesias evangélicas, anarquía
ideológica que devino en el desmembramiento y la secularización del mensaje
primario y ortodoxo de la reforma en un conglomerado de confesiones y sectas.
Peterson comprendió que la única posibilidad de un orden dogmático interno,
público y rector, sólo podía provenir del catolicismo romano. Por eso, y no por
otra cosa, ocurrió su paso a la religión católica. La búsqueda de Barth se
podría leer furtivamente como una vía purgativa de escape por medio de la
escritura y no por la conversión externa a otro dogma. Ambos buscaban una
centralización pública y política de la dogmática evangélica. Así, en 1928,
años antes de que Barth comenzara a edificar su catedral hegeliana, Peterson
vaticinaba la intención ideológica del joven teólogo kierkegaardiano: “Barth busca hacer efectivo el carácter
público de la teología protestante por medio de una vuelta al dogma y a la
dogmática”. No encuentro otra explicación más esclarecedora al celo
teológico institucional de Barth y a su acendrado biblicismo dogmático.
[4] Sobre la
teología natural de la Kirchliche Dogmatik, el ensayo de Taubes es categórico,
calificando de “teodicea” el intento medievalista y escolástico de Barth: “La dogmática debe presuponer necesariamente
el reino de la iglesia visible como institución establecida y debe volver a
caer en el esquema ontológico de una teodicea.” Taubes, que supo analizar
desde las napas más profundas el giro hermenéutico de Barth, avisa la
posibilidad real de una aporía, pero no informa sus resultados ni su verdadero
origen: la imposibilidad evangélica, y por ende iconoclasta, de teologizar el
arte o de estetizar cristianamente la historia.
[5] Nótese
que citamos tres casos de los más célebres enmarcados en la música barroca. Es
este estilo musical el último que podríamos denominar estrictamente como
“litúrgico” o “sacro”. La música posterior a Bach, Haydn y Mozart, digamos por
citar los dos compositores más reconocidos, ya funciona autónomamente como
“música clásica” al servicio de las cortes y del espíritu iluminista propio del
siglo XVIII. No obstante ello, Mozart nunca dejó de funcionar al servicio de la
teatralidad visual católica.
[6] No es
casualidad que Gould cite la teatralidad operística de Mozart. Si hay uno de
los inventos teológico-estéticos más duraderos de la historia del catolicismo
romano ése es la ópera, único género musical que no ejerció Bach.
[7] No. Mozart no pertenece a la theologia. Pertenece al ámbito del genio
sin igual, que deslumbra y conmueve. Bach, el modesto trabajador de la música,
que raras veces salió de una rutina provinciana en Eisenach, Cothen y Leipzig,
el feligrés que escribía apuradamente las cantatas para cada función dominical,
el luterano, padre de veinte hijos, que escribía música católica barroca con la
mesura con que ningún católico pudo hacerlo, el compositor de la Pasión según
San Mateo y según San Juan, el redactor de los libros del clave bien temperado,
y el de las fugas, las partitas, y las suites para clave, ese sí pertenece a la
theologia, no por hacer música sacra,
sino por estar tan cerca a la armonía de las esferas. La celestialidad de Bach
no está amparada en la religiosidad formal de su música, sino en la perfección
celestial de su ejecutoria. Acaso ningún otro evento humano guarde tantas
afinidades con el cielo.
[8] Hasta no
hace mucho presenciamos la gran máquina ofensiva del secularismo católico en
obras de arte tan importantes como el cine de Francis Ford Coppola y Alfred
Hitchcock, o el período místico de Salvador Dalí. Ellos, junto a Calderón de la
Barca, Balzac y el sinfonismo austro húngaro de Mahler, son los verdaderos
teólogos de la iglesia católica, y no el epigonismo tomista de Josef Pieper,
Etienne Gilson o Cornelio Fabro.
Del lado protestante, sólo sería digna de mención, la
saga alegórica de C.S. Lewis, cuyo intento excesivamente directo de exponer una
moraleja, deja mucho que desear si pensamos en esta historia como una obra de
arte. En este caso, como desde siempre, el jesuitismo barroco tendrá mucho más
por decir que el austero puritanismo de los alegoristas.
[9] Hecho
ante el cual el calvinismo político terminó cediendo, mientras el pietismo
terminaría recluyéndose definitivamente en el espacio de comunidades aisladas,
verdaderamente no institucionalizadas.
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